El silencio hiere los oídos
y enluta las almas.
Un potro negro,
más negro que la noche;
cruza al galope la sabana.
Nadie lo ve…
ningún tímpano vibra
por el retumbar de sus cascos,
pero todos sienten el miedo
que deja a su paso,
como intangible huella,
el potro de la muerte.
Durante mucho tiempo lo vi en aquella esquina; sentado en el quicio de la puerta de un local abandonado, entre vendedores de revistas, buhoneros y el ir y venir de los transeúntes que caminaban por la acera. Nunca pensé que aquel hombre sencillo escondía un secreto.
Siempre en aquella misma esquina con su potecito en la mano, el bastón a un lado, con unos lentes tan oscuros que no se alcanza a verle los ojos, un sombrero de pelo, tan viejo como él y el paltó deshilachado.
Alguna que otra vez le dic una o dos monedas; el pote siempre se veía medio vacío o medio lleno. Mal que bien el hombre levantaba diariamente un sueldito, unos le daban dos o tres monedas, otros un billete, pero siempre se llevaba algo para su casa. Los sábados nunca lo llegue a ver y a veces los domingos lo vi frente a la Iglesia de Santa Teresa muy temprano en la mañana. Hablando con él en una oportunidad me comentó que al mediodía se iba a la Iglesia de Pagüita y en la tarde a la Iglesia de Las Mercedes.
Superados los pequeños inconvenientes sale a su trabajo, para descubrir que su camioneta último modelo, full equipo, no arranca. Luego de varios intentos y de agotar la batería, decide irse a la oficina en autobús, pero el paro de transporte no se lo permite, en fin que toma un carro libre pirata, tan viejo y destartalado que parece fugado de una chivera.
Luis no cree que aquel armatoste pueda transportarlo hasta el centro pero aún así lo toma. Va tenso cuando el motor exhala su último suspiro en medio de un ruido ensordecedor y una nube de humo. Al fin llega ala oficina luego de caminar quince cuadras acompañado por una repentina llovizna. Su jefe lo saluda con las cotidianas recriminaciones por llegar tarde.
Del preescolar lo promovieron a la primaria después de dormir cuatro años en su colchoneta. ¡Claro!, en la primaria fue otra cosa; porque entre los paros y huelgas de los educadores, el poco tiempo que recibían clases, se mantenía medio dormido o medio despierto. Alcanzó así a culminar su tercer año de bachillerato gracias a la ayuda desinteresada de sus compañeros, quienes siempre estaban pendientes de tirarle taquitos de papel con una liga.
Luego durmió dos años y el día que se despertó, cuando se estaba desperezando en la puerta de su casa, pasó la recluta y se lo llevó para el cuartel. Fueron dieciocho meses amargos, pues sólo lograba dormir cuando montaba guardia en las garitas más apartadas.
Nuestro personaje nunca tiene prisa, pues sabe que todos disponemos de un tiempo infinito y maravilloso, en el cual podemos realizar todos nuestros sueños, satisfacer todas nuestras esperanzas y sobre todo vivir en el más amplio sentido de la palabra.
Poporín – así se llama nuestro personaje – no es un muñeco, tampoco un niño, menos aún un duende. Nuestro amigo reúne todas las cualidades de esos seres y se nos puede presentar ahora como un niño, luego como un duende, y más tarde como un muñeco de trapo; o como cualquier criatura maravillosa. Nunca lo veremos como un adulto preocupado y serio, ni con el entrecejo fruncido.
Acompaña a todos y cada uno de los niños y a algunos adultos que no hemos olvidado que una vez vivimos la fantástica aventura de ser niños. Existe desde que existen los niños; yo lo conocí hace mucho tiempo, tanto que me hace sentir viejo.
¿Por qué será que Venancia
se roba cuanto consigue?
¿Qué finalidad persigue
con conducta tan extraña?
Recuerdo que hace un año,
cuando fuimos a la playa
a una señora en Tiraya
le robó el traje de baño.
Se roba hasta los palillos
en cualquier cafetería;
por pura majadería
se reboza los bolsillos.
¡Ábrenos la puerta
que conduce a tu través
al reino del padre!
El segundo milenio
toca a su fin mientras
el hombre espera
el regreso del redentor,
el final de los tiempos…
¿A dónde los caballos
de palos de escoba
que sin silla, ni riendas,
como todo un jinete
solía montar?
Eres risa veloz y piernas torpes
en busca del abrazo;
manos y boca ansiosas
en pos de los pezones.
Chillidos y sonrisas
cuando todo te agrada;
lamentos y sollozos
cuando algo anda mal.